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domingo, 12 de abril de 2009

MORAL DISNEY

Mucho se ha hablado del universo de Walt Disney como un potente transmisor de los usos y modos de la cultura americana, transmisión que redobla su fuerza al dirigirse, emboscada en un rostro entre amable y deslumbrante, a aquellos cuyos recursos defensivos son más escasos, a los niños, si bien en los tiempos que corren la protección crítica frente al adoctrinamiento parece tan parca entre los padres como entre los infantes. Serán los efectos de la globalización. 

Esta transmisión cultural quizá fue en tiempos pretéritos sutil, hija de tenues combinaciones de colores y músicas, de gestos y detalles, pero parece que los efectos se resienten que el equipaje cultural que se necesita incluso para ser adoctrinado escasea cada vez más, y por lo tanto hay que aumentar la dosis, ir al grano, sin rodeos. Es así que las filigranas más o menos artísticas han dejado paso a la sal gruesa, y a poco que abramos los ojos se hace más que evidente el armamento ideológico que nos apunta apenas disimulado tras las inquietantes fachadas de las películas Disney. 

Como ejemplo valga Toy Story. ¿Un canto a la amistad? ¿Una loa a la solidaridad? Nada de eso, una vil exhortación a la resignación, una humillante defensa del sexismo más rancio. 

Si atendemos al papel de lo masculino/femenino en las dos partes de la película, el mensaje es claro: Existen juguetes de chico y juguetes de chica; cada uno debe jugar con los que le corresponden, y al hacerlo se prepara para el lugar que la sociedad le reserva. Esta idea es menos importante en la primera de las dos partes de la saga, pero no por ello está ausente. Lo vemos en la pareja de vecinos de Andy: Sid, el chico, encarna la agresividad, la violencia, el experimento, el peligro. Su modosita hermana, en cambio, sólo juega con muñecas, hasta que cae en sus manos Buzz Lightyear, el astronauta, el prototipo de juguete masculino, y ¿qué es lo que hace? Lo viste de mujer, frente a un decorado rosa y con abundantes flores, y juega a tomar el té con él. A buen seguro la niña se convertirá en una excelente anfitriona de sus visitas. 

En Toy Story 2 el mensaje es más redundante. Los juguetes preferidos de Andy son Buzz y Woody, el astronauta y el vaquero, los aguerridos exploradores y/o defensores del orden (Woody es sheriff), los que restauran la normalidad (el comienzo de la primera película es justamente eso, la llegada de Woody para salvar a la chica frente al atracador). No debe pasar desapercibido el papel que ambos personajes juegan en la historia de los EEUU y en su pretendido liderazgo mundial. Los juguetes femeninos son completamente secundarios; ¿mera casualidad? En absoluto. La prueba más sangrante la tenemos al final de la película cuando la desinhibida vaquera, tras haber añorado reiteradamente a su dueña (“Todo mi universo era ella”, “Ahora y siempre voy a amarte”) recibe la propuesta de acompañar a Woody y sus amigos, pero duda. “¿Y si Andy no me quiere?”, pregunta. “Tiene una hermanita”, se le responde. Es decir, no te querrá, porque eres una muñeca, y los chicos no juegan con muñecas, pero no te preocupes que para las muñecas están las niñas, y en casa tenemos una. En su aventura, nuestros héroes no sólo han salvado el pellejo, sino que han rescatado a una nueva damisela. 

¿Y qué hacen mientras tanto los escasos y, como decíamos, secundarios juguetes femeninos? Ni más ni menos que lo que les corresponde en esta estructurada sociedad nuestra, esperar, cual Penélope, el regreso del amado. Antes ya han aportado su colaboración para la partida: les han preparado el equipaje y les han despedido desde la ventana. Ahí acaba su tarea; ojalá regresen sanos y salvos. Tan sólo en una ocasión vemos a las mujeres desempeñar activamente un trabajo: El de azafata que los conduce a través de la tienda de juguetes. 

El retrógrado papel que asume la mujer en Toy Story no es sino un aspecto de un planteamiento más general, aquél que nos diría que es necesario mantener el orden establecido, no alterarlo lo más mínimo. Quienes lo intenten serán despreciados, cuando no castigados. 

En la primera parte es interesante el personaje de Sid, el díscolo vecino de Andy. Su maldad está fuera de toda duda: tortura a los juguetes. Esta tortura se expresa de dos maneras: por una parte los hace estallar adhiriéndolos a cohetes, y por otra los descuartiza para volverlos a armar en creativas e inéditas composiciones. Y ahí está el peligro. Sid no se limita a seguir el guión establecido, es capaz de inventar, de transgredir las normas, de juntar lo que debe permanecer separado. De crear, en una palabra. Cuando a Andy se le estropea un juguete lo recompone (como el señor Patata) o directamente lo abandona (el pingüino que ha perdido su silbato, el propio Woody con un brazo roto), pero no osa alterar la realidad de las cosas, las normas vigentes, el orden establecido. Las cosas son como son, dejémoslas así y no planteemos ninguna transformación. El cambio es la maldad.

En Toy Story 2 el repudio a cualquier forma de rebeldía se convierte en el tema central de la película. Ya mencionábamos el amor de Jessi por su ama a pesar de que ésta la abandonó cuando creció. La misma historia es la que está viviendo ahora Woody. Un simple rasguño en un brazo es suficiente para que Andy lo abandone, haciendo gala de una crueldad inmensa. Frente a ello Woody responde con la resignación. No sólo no se venga del desprecio, sino que está dispuesto a asumir todos y cada uno de los que a buen seguro va a sufrir con tal de no separarse de su amo (recordemos que los juguetes llevan la marca del amo, como el ganado, y se sienten orgullosos de llevarla). Woody puede comenzar una nueva vida, pero renuncia a ella y se somete a la tiranía de su dueño. “No puedo evitar que Andy crezca”, dice, “pero eso tampoco me lo perdería”. Sé que me abandonará, que el polvo acabará cubriéndome en lo alto de alguna estantería (eso si no me vende en el mercadillo a cualquier desaprensivo), pero da igual, me aguantaré y disfrutaré con su desprecio. Aquí la resignación raya ya en el masoquismo. 

Hay un personaje muy interesante que corrobora lo que estamos diciendo. Se trata del viejo capataz. Su pecado es querer liberarse del cautiverio al que está sometido, y hacer ver a Woody el futuro que le espera. Pretende, ni más ni menos, que encabezar una revuelta que altere el guión previsto. Es un libertador, y por ello será condenado. Su castigo será un nuevo monstruo experimentador, una niña que altera los esquemas, que es “muy creativa”. 

“Somos parte de una familia otra vez”, y la película acaba. La familia al completo, henchida de palomitas, sonríe satisfecha. ¡Qué bonita! Ahora ya saben que los vaqueros y astronautas resolverán los problemas de la humanidad, que las mujeres ocuparán su sitio en la escala social y que quien ose rebelarse contra el orden establecido será convenientemente castigado. Para aprenderlo no les ha hecho falta un gran esfuerzo intelectual.

Fuente:

Marcial Moreno  

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